La noche de los muertos vivientes

Raúl Martínez, crítico de cine

Si hay algo que me ha dado respeto desde niño han sido los muertos y todo lo que los acompaña: cementerios, tanatorios, coches fúnebres, etc. George A. Romero y sus amigos lo tenían claro y reunieron sus ahorros para conseguir sacar adelante este proyecto que consistía en darle movilidad a los difuntos y que fueran caminando hacia nosotros lentamente. Una idea sencilla pero que creó el efecto que se consiguió  y nadie esperaba. Si le sumamos a todo ello que los propios muertos comieran carne para alimentarse el resultado es terrorífico.

Esta película consiguió que el día de todos los santos nos costara  más visitar los cementerios, y es inevitable que no acabaras imaginando a alguien saliendo de su tumba. Desde que descubrí este clásico, cuando visito a mis seres queridos, tengo un plan de fuga por si acaso se lía. Es decir, mentalmente, busco la salida más cercana. Parece una locura pero es así. Desde que vi La noche de los muertos vivientes (1968) a los 15 años y hasta el  día de hoy lo sigo haciendo. Y si viera a alguien acercarse a mí para preguntarme algo al atardecer en un sitio de estos mantendría mis distancias.

Tengo claro que ver pelis de terror también es una experiencia. La noche de su visionado era Halloween, un compañero y yo abandonamos una fiesta para ir a verla ya que la daban en televisión. Terminamos maravillados, pero para un servidor la noche todavía no se había terminado, quedaba el regreso a casa. Un hogar dulce hogar cuya ubicación se encontraba fuera del pueblo en medio del campo, siempre había sido así, pero especialmente esa noche se me hizo muy cuesta arriba. Como cualquier adolescente de la época tenía un ciclomotor heredado de  hermanos mayores, alumbraba lo justo. Pues bien, ese trayecto de 7 minutos fue, hasta hoy, uno de los trayectos más largo de mi vida.  Adentrarse en la oscuridad solo con la luz tenue del vehículo fue toda una experiencia terrorífica. Lo que han cambiado las noches  a partir de ahí. Pero esa experiencia la recuerdo como algo alucinante, la vida cambia con el cine y si es de terror mola más.

No paraba de preguntarme cómo esa película en blanco y negro y de bajo presupuesto la tenía clavada en mi cabeza. Sería por las escenas de agobio que consigue captar, los primeros planos comiendo carne cruda y la niña ‘jalándose a su padre’ en el sentido literal. Fue el comienzo de la era Zombie (aunque el propio director nunca nombrara esa palabra). Es por eso que este film se merece toda mi admiración y respeto.

Una vez más el cine de terror no se vende a los grandes presupuestos. El terror auténtico es mejor cuando la historia es más simple. George A. Romero de ascendencia gallega, obtuvo parte de su presupuesto de unas tías afincadas en tierras de meigas. Concebida como una comedia en sus inicios, fue, con gran acierto, al final una de las operas primas de la cultura del cine de terror. Un fallo en el registro de los derechos de autor, ha hecho que este icono del cine esté libre y pueda ser utilizado en cualquier ciclo del tema sin tener que pagar absolutamente nada, una pena para sus productores y una enorme alegría para todos los que amamos el género.  

 

Al final de la escalera

por Raúl Martínez, crítico de cine. 

Aun recuerdo el anuncio de esta película en televisión; “un compositor que acaba de perder a su familia de manera trágica trata de superarlo marchándose a vivir a una casa apacible y solitaria. Sin embargo, al poco tiempo de instalarse empiezan a suceder cosas extrañas”.

Yo tenía 12 años y me ‘flipaba’ el terror, lo que no sabía era el efecto que iba a causarme aquella película después de su visionado. Digamos que vivimos en un mundo lleno de ruidos insignificantes, han estado, están y estarán siempre formando parte de nuestra vida cotidiana. No les prestamos atención porque, aunque los escuchemos, nos importa un carajo su procedencia. Pero ¿qué ocurrió después de ver Al final de la escalera? ¿Puede una historia de terror, sin grandes efectos especiales, solo con una casa y un viejo, cambiar tan radicalmente la manera de pensar o sentir, si estás solo en casa;  y sentirse observado continuamente por alguien que no está?

La respuesta es sí. Después de verla encontraba ‘mal rollo’ en cualquier ruido, era incapaz de ignorarlos, hasta le cogí miedo a una pelota de tenis, ¡maldita pelotita! Nunca una simple escena  de una pelota cayendo por una escalera me había dado tanto respeto. Vamos, que disfruté del miedo en estado puro, sin monstruos, ni muertos vivientes, sin sangre (ingredientes de este género que tengo debo reconocer: me encantan) con una atmósfera terrorífica.

Entre las escenas destacar la ya dicha de la pelota por las escaleras, la sesión de espiritismo y la de la silla de ruedas (me quito el sombrero en ésta). Escenas, para la grabación, sencillas, pero con unos resultados increíbles. Una banda sonora muy adecuada para lo que cuenta, sin sobresaltos, que te prepara el cuerpo y la mente. Sabes que te asustarás pero lo esperas y así disfrutas de ese momento con más intensidad. Y un guión con frases que te ponen los pelos de punta, como cuando la dueña de una casa da su autorización para hacer un pozo diciendo; “mi hija a soñado que un niño intentaba salir del suelo desesperado y no dejaba de mirarla”.

Un terror clásico que tanto cuesta hacer hoy día, película de culto que envejece bien con el paso del tiempo. Ninguna serie de zombies, ni monjas feas, ni virus que acaban con la población le harán sombra jamás.